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La huésped maldita – Crítica de la película

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En el género del horror, abundan las historias de personas, amigos o familias que se alojan en alguna espeluznante mansión embrujada. Pero hay también ciertas narrativas donde son fantasmas, monstruos y demás seres sobrenaturales los que se proponen ingresar a una casa ajena. A veces, a la espera de que el dueño otorgue su permiso. Por ejemplo, la novela Déjame entrar y sus adaptaciones fílmicas retoman la creencia según la cual los vampiros deben recibir una invitación antes de cruzar cualquier umbral. Y aunque carece de una premisa vampírica, la película La huésped maldita consigue evocar aquella vieja máxima cuando una enigmática niña de blanco llama a la ventana de la pequeña Leah, quien acepta jugar con ella y brindarle asilo en su habitación.

La huésped maldita (2021)

La generosidad de Leah viene de familia. Su padre es el párroco de un pequeño pueblo inglés, por lo que está acostumbrada a participar en distintas labores de caridad. Sin embargo, las acciones altruistas son insuficientes para avivar el espíritu si no todo marcha bien al interior del hogar. Además de las pesadillas que le aquejan, Leah debe lidiar con una madre distante y una creciente fascinación hacia el inseparable guardapelo de su progenitora. En una oportunidad, esta chiquilla de diez años toma el dije y extravía su contenido, lo cual desencadena un puñado de situaciones intrigantes. Entre ellas, la irrupción de la niña de blanco y alas de ángel que podría no ser tan inofensiva como aparenta.

¿Deberían Leah y el público temblar de miedo ante “la huésped maldita”? La verdad es que, contrario a lo que pudiera sugerir su título en español, este filme de la cineasta británica Ruth Platt no demanda gritos. Palabras como “maldito”, “exorcismo” y “demonio” devienen atractivas para quienes amen los buenos sustos. Por ende, en nada sorprende que la promoción de la cinta haya tergiversado su título original (Martyrs Lane, o El camino de los mártires) por uno más genérico y rentable. Indudablemente se le quiere vender como uno de los estrenos más escalofriantes de la temporada, incluso mediante un trailer que resulta engañoso e innecesariamente revelador. Pero dejémoslo claro: La huésped maldita no es el tipo de película que ponga los pelos de punta o haga brincar del asiento.

La misma realizadora ha dicho en entrevistas que su largometraje envuelve una historia de fantasmas sin pretender caer de lleno en los convencionalismos del horror. Y es evidente que el guion y la dirección de Platt priorizan la confección de un misterio que exige respuestas e invita a mantener la mirada fija en la pantalla. La falta de jump scares —los hay, aunque escasísimos— se compensa con una atmósfera absorbente y un relato dotado de suficientes cuidados para florecer adecuadamente. Quizás no contradiga las sospechas iniciales del espectador sobre la naturaleza del espectro que visita a Leah todas las noches. No obstante, La huésped maldita mantiene ocultas sus cartas clave hasta el momento culminante, que es cuando aclara los por qué y para qué.

La huésped maldita (2021)

Esta producción inglesa bebe mucho del cine sobrenatural que suele involucrar a Guillermo del Toro. En particular, evoca dos películas sobre lazos que trascienden la muerte y donde el tapatío figura como productor ejecutivo: Mamá (2013) y El orfanato (2007). Con esta segunda, La huésped maldita coincide además en incorporar una vivienda presta para asistir a los necesitados e idónea para albergar eventos paranormales. En su caso, es la residencia parroquial donde viven Leah y su familia. Y similar a lo que ocurre en El orfanato, ésta deviene el escenario principal para una búsqueda de tesoros fomentada por el ente fantasmagórico. Un juego que poco a poco se torna más lúgubre, pero que la protagonista tiene la obligación de jugar, en aras de recuperar aquello que ha extraviado.

Plausible sobremanera es la delicadeza con que Ruth Platt nos va sumergiendo en el suspenso. Hay sencillez y profundidad emocional en lo que cuenta, como también contundencia en la narración. Es un ejercicio que desiste positivamente de demasiada ambición y donde todos sus elementos deben —en última instancia— funcionar para la historia. Dicho de otro modo, La huésped maldita presume buen pulso y procura no salirse del margen.

El mayor desliz de la propuesta sucede a la hora del clímax, cuando su efectiva sobriedad se intercambia por una mezcla de montaje rápido, luces relampagueantes y objetos amenazantes que vuelan de un lado a otro. Tal explosividad es de esperarse en una cinta de posesiones demoníacas. Pero aquí, resulta fuera de tono. El enfrentamiento en cuestión, aunque vital para la trama, pudo resolverse de formas más sutiles.

La sutileza prevalece, por ejemplo, en la fotografía de Márk Györi, que no da lugar a una oscuridad sofocante. Su acertado uso de la iluminación permite que ni rostros ni espacios presenten sombras tan marcadas, lo cual ocasiona una constante (y quizás paradójica) sensación de armonía. Dentro de la película, se habla incluso de la luz como una expresión de amor. Un sentimiento que ciertamente alcanza cada rincón de esta casa, aun cuando esté enfermo o mal encaminado. Es un amor que refuerza y corroe vínculos afectivos hasta sus últimas consecuencias. Y es ahí donde los espejos —objetos recurrentes a cuadro— cobran relevancia. Más que nada, para alertar de la irremediable y lastimera lejanía que un apego equivocado puede suscitar.

La huésped maldita (2021)

La huésped maldita es un cautivador relato de herencia gótica. Uno que, como muchas otras cintas por el estilo, logra hermanar un trauma individual con un acontecimiento sobrenatural. Y sin excesiva parafernalia. La enseñanza de El espinazo del diablo (2001) es clara. «Un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa”. Eso es un fantasma.

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