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Muerte infinita – Crítica de la película

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¿Qué será lo que más nos aterra, según el director Brandon Cronenberg? En su tercer y más reciente largometraje, Muerte infinita, el canadiense plasma imágenes y situaciones tétricas; mismas que van desde encuadrar una máscara no apta para tripofóbicos hasta representar algunos de los mayores miedos que atañen a los viajes en carretera. Sin embargo, todo lo anterior deviene meramente circunstancial cuando se considera lo que (mínimo en apariencia) podría ser para Cronenberg el aspecto más pesadillesco de la condición humana: la pérdida de nuestra individualidad.

Años atrás, el mismo cineasta abordó aquel tema a través de su película Possessor (2020). Ahí, una asesina era capaz de someter la conciencia de una persona y tomar control de su cuerpo. Así que, empapada de ciencia ficción, aquella cinta ilustraba un caso extremo de sustracción de identidad, como también lo hace Muerte infinita; sólo que en lugar de lidiar con posesiones, ésta versa sobre clonación, que evidentemente resulta igual de amenazante para todo lo que pretenda mantenerse auténtico y singular.

Muerte infinita (2023)

La premisa del filme estelarizado por Alexander Skarsgård (El hombre del norte) es sencilla pero no menos intrigante. Trata sobre un escritor fracasado que, acompañado por su adinerada esposa, viaja a un lujoso resort en el país ficticio de Li Tolqa; un territorio de paisajes paradisíacos, aunque aquejado por la pobreza, la corrupción y la brutalidad. Cuando acepta aventurarse fuera del hotel, este novelista de nombre James Foster termina envuelto en un homicidio imprudencial; esto conduce a su arresto y a una pronta sentencia de muerte. No obstante, las autoridades le informan que tiene derecho a solicitar un “doble” que dé la vida por él. La única condición es que pague la costosa fabricación del clon y atestigüe su sangrienta ejecución.

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Con Muerte infinita, Brandon Cronenberg (también guionista) hace una especie de reinterpretación del concepto del aura, acuñado por el filósofo Walter Benjamin y definido como la unicidad que sólo existe en una obra de arte original, y que se destruye con cada reproducción hecha a partir de esa pieza artística. Aquí, el director obviamente no habla de obras de arte, sino de humanos que inspiran copias de sí mismos y van perdiendo en el camino no sólo su cualidad de únicos; también su humanidad, su alma y su brújula moral. Es decir, todo aquello que los vuelve individuos con principios e integridad (por escasos que sean).

En el caso de James, su andar comienza a ir en completo declive, perfilado hacia un mundo de violencia y perversidad que otros como él —turistas privilegiados que eludieron la muerte gracias a sus “dobles”— perciben como una eterna fuente de placer. A fin de cuentas, en Li Tolqa no importa la gravedad del crimen ni del castigo. Siempre que un malhechor extranjero pueda pagarlo, un clon será su salvoconducto.

Muerte infinita (2023)

Para esto, el protagonista asimismo se dejará guiar por Gabi Bauer; una joven actriz que James conoce en el hotel y que confiesa ser fanática del único libro que él ha escrito, aunque su interés en el novelista deviene más sospechoso conforme la película avanza. Y claro, a todo público que haya adorado a Mia Goth en X y Pearl, no le sorprenderá saber que la histrión británica —en el rol de la enigmática Gabi— sea quien robe reflectores. Su interpretación ofrece destellos de femme fatale, mezclados con lapsus infantiles y demenciales, que ahora que Harley Quinn está de moda, quizás aviven la imaginación de muchos respecto a verla como una versión más macabra del personaje de DC. 

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Mediante Muerte infinita, Brandon Cronenberg demuestra una vez más su capacidad de crear atmósferas perturbadoras y sumirnos en absoluto desconcierto. Después de recibir al público con una pantalla en negro y un inquietante diálogo, procede a compartir distintas perspectivas del complejo turístico donde se alojan los personajes, con una cámara giratoria que anticipa la falta de equilibrio que los especadores padeceremos a lo largo de casi dos horas, aderezadas con un score vertiginoso.

Por otro lado, al igual que en Possessor, el director recurre a un par de secuencias de montaje acelerado y atributos caleidoscópicos que sugieren el desmoronamiento mental de los personajes; un efecto colateral de estas avanzadas tecnologías —sean de control mental o clonación— que son puestas al servicio de las políticas, los negocios y los divertimentos más atroces. Inevitable pensar en aquella memorable reflexión sobre que los científicos estaban tan empecinados en hacer algo, que no se detuvieron a pensar en si debían hacerlo; sobre todo, tratándose de universos tan desalmados como los que plantea el hijo de David Cronenberg.

Muerte infinita (2023)

Lo frustrante de Muerte infinita es que no brinda ningún espacio para desarrollar adecuadamente a los personajes. Puede que esa fuera su intención, en particular por cuán deshumanizados se encuentran la mayoría de los vacacionistas a cuadro. Pero ni la esposa de James, Em, más sensata y dispuesta a hacer lo correcto, cuenta con una construcción atenta y empática. Además, en nada aportan los esporádicos destellos de violencia gráfica y contenido altamente sexual de la versión sin censura; meros engranajes de una maquinaria de shock value.

Sin embargo, independientemente de lo anterior, la película debe verse por su riqueza temática y la sobresaliente firma autoral de Brandon Cronenberg. En sus poderosas imágenes, yace el germen de interesantes debates y asfixiantes pesadillas.

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