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Sundance 2023: Historias de violencia hacia las mujeres nativas

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¿De qué hablamos cuando hablamos de los pueblos indígenas? ¿Qué tenemos en común los zapotecas o los chatinos de Oaxaca con los inuit de Groenlandia o con los koori de Australia? Aunque en el imaginario popular se piense lo indígena como una categoría cultural o racial, las comunidades mencionadas no compartimos características genéticas que nos hermanen y aíslen del resto de la población. En el libro Un nosotrxs sin Estado, la lingüista mixe Yásnaya Aguilar ahonda en una perspectiva bajo la cual lo indígena se explica como una categoría política, a la cual pertenecen las naciones que quedaron encapsuladas bajo los Estados modernos (llámese México, Dinamarca, o Chile, por poner ejemplos). “Indígenas son las naciones sin Estado. Por eso son indígenas el pueblo ainú en Japón, el pueblo sami en Noruega y el pueblo mixe en Oaxaca. Esta condición une también a pueblos como el catalán o el escocés”, explica la escritora.

Algo que sí comparten las naciones sin un Estado propio es una búsqueda constante por hacer respetar sus derechos desde que fueron colonizados por otros pueblos. Aunque los indígenas y sus descendientes no seamos una raza diferente (como se pensó durante mucho tiempo), sí somos comunidades históricamente racializadas, es decir, que hemos sufrido un trato diferente y discriminatorio según ese pensamiento que distingue a las personas por su color de piel o la lengua que habla. Es curioso (y desconcertante) cómo es que, aunque los indígenas de Bolivia no compartan textiles o danzas con los de Canadá, sí pueden hablar de experiencias comunes de racismo e impunidad.

¿De qué hablan las cineastas de los pueblos indígenas? Aunque los temas que se abordan desde cada comunidad tengan sus particularidades culturales, uno de los tópicos constantes es el de la violencia. Los productos audiovisuales tienen la facultad de hablar de las obsesiones y preocupaciones de las personas que las crean en un momento histórico determinado y, en ese sentido, los festivales de cine funcionan como escaparate de esos pensamientos. Esta edición de Sundance ofreció un breve muestrario de cine de ficción, documentales y series que hablan sobre la resistencia de los pueblos nativos y su incesante reclamo ante las injusticias que continúan sufriendo.

Si en México vemos que las cintas sobre mujeres desaparecidas son cada vez más frecuentes, es porque se trata de una herida abierta en el país. Pero no estamos solas; esta problemática es una que aqueja también a las mujeres de las comunidades nativas de Estados Unidos. La serie documental Murder in Big Horn y la película Fancy Dance, presentadas en Sundance, son testigos de esa preocupación compartida por las cineastas mexicanas y las directoras nativoamericanas. Es alarmante lo cercanas que resultan las historias de adolescentes y mujeres que, de un día a otro, ya no están, y la frustración común ante la indiferencia de quienes deberían esclarecer esos casos.

¿De qué hablan los temores de las mujeres en ambos lados de la frontera? ¿De qué está hecha la rabia de las mujeres racializadas? Ante el olvido y el desinterés de los Estados, que el cine ayude a preservar la memoria. Ante el desdén, son series y películas como estas las que, por medio de un compendio informativo o una historia sensible, procuran apelar al recuerdo de las mujeres que son arrebatadas y quizá así convocar alguna forma de justicia.

Murder in Big Horn (Razelle Benally y Matthew Galkin)

Esta miniserie arroja luz sobre las desapariciones y feminicidios de mujeres nativas de las etnias crow y cheyene en un condado de Montana, así como el desinterés de las autoridades por resolver estos casos. 

“Para nosotros estas no son historias de true crime, son nuestras familiares”, expresa una de las entrevistadas. Sin embargo, en el terreno audiovisual Murder in Big Horn construye sus episodios utilizando todos los rasgos típicos de los programas de crímenes: un diseño sonoro que agudiza la tensión, fragmentos de periódicos o entrevistas a testigos como cabezas parlantes. Aunque en lo formal no se presenten encuadres o movimientos de cámara innovadores, sí es disruptivo que las protagonistas de las búsquedas de estos capítulos sean mujeres nativas. Pero esto no es C.S.I. ni La ley y el orden, pues para ellas no se realizan investigaciones minuciosas. Los casos de estas mujeres se zanjan en explicaciones tan ridículas como indignantes que insisten en revictimizarlas y culparlas de sus propias muertes. Si aquí el feminicidio de Lesvy Berlín se explicó inicialmente como un suicidio imposible o el ataque con ácido a la saxofonista de origen mixteco Elena Ríos se quiera reducir a crimen “pasional”, allá se declara que la hipotermia es la culpable de las pérdidas de mujeres cuyos cuerpos aparecen de pronto en terrenos o caminos.

Para que se hiciera real el mito del destino manifiesto (ése que señala a Estados Unidos como una tierra elegida), era necesario barrer a las poblaciones que ya estaban ahí. El documental también hace su respectivo recorrido por fotografías antiguas y testimonios de especialistas para hacer un breve, pero efectivo repaso sobre la forma en que estas comunidades fueron empujadas a reservas y a vivir en un sistema que desde el inicio estuvo diseñado para que fracasaran. Entonces, las desapariciones de mujeres nativas se sacuden con una mano por las autoridades blancas, que abiertamente y a cuadro muestran un racismo que quizá ni siquiera son capaces de advertir. Los crímenes los explican como problemas internos de las comunidades: alcoholismo, tráfico de drogas y apuestas, y demás flaquezas adjudicadas a priori. “Son cosas de indios”, sugieren los responsables de las investigaciones; “las personas no ven a las mujeres y adolescentes indígenas como personas”, reviran las familiares de las desaparecidas.

El problema —y lo que reclaman estas comunidades en el documental— no es deslindarse de culpas sobre si estos crímenes son cometidos a manos de las propias comunidades o de personas externas, sino la condescendencia y desinterés de las autoridades por esclarecerlos y procurar justicia.

Murder in Big Horn es una serie documental dirigida por la cineasta Razelle Benally, originaria de las comunidades Oglala Lakota y Diné (Navajo), en colaboración con Matthew Galkin. Se estrena en Estados Unidos en febrero a través de Showtime.

Fancy Dance (Erica Tremblay)

El powwow es una fiesta, una forma en que las comunidades nativas de Estados Unidos pueden estar juntas y reconectar. Esta celebración tiene un significado especial para Roki (Isabel Deroy-Olson), que a sus 13 años comienza a experimentar cambios en su cuerpo y en su entorno. En esa ceremonia se lleva a cabo una danza entre madres e hijas; pero la madre de Roki no aparece desde hace varias semanas y es su tía Jax (Lily Gladstone), quien se hace cargo de ella.

Muchas de las situaciones mencionadas en Murder in Big Horn se encuentran dentro de esta ficción. La directora Erica Tremblay, originaria de la comunidad Seneca-Caguya, procura dotar de sentido y profundidad a las circunstancias y decisiones de los personajes de la cinta, de forma que adquieren una dimensión real y se alejan de los juicios morales de las miradas blancas: las mujeres trabajan en centros nocturnos o entregando drogas no por diversión, sino como formas de sostener a sus familias; el alcoholismo está ligado con problemas emocionales, y el robo (que Jax fomenta en Roki) es una manera de sobrevivir, pero también de resistir en un sistema que no quiere escuchar sus necesidades. Para los abuelos blancos de Roki, así como para el Estado, es más seguro alejarla de su tía, aunque eso signifique separarla de su cultura y despojarla de su identidad. Sustituir, por ejemplo, la danza del powwow con zapatillas de ballet; blanquear su idioma y sustuituirlo por completo por el inglés. “Make America white again”, como dice la gorra de uno de sus vecinos.

Jax, quien es lesbiana, tiene un historial de delitos cometidos y prefiere abrazar su lado nativo antes que el blanco. Ella es un caso perdido para el sistema, pero Roki todavía está a tiempo de ser salvada. Aun así, Jax se niega a aceptar esta separación y se obstina en conocer el paradero de su hermana, que las autoridades tratan como otro caso de ausencia voluntaria. “Ya volverá”, dicen, y prefieren ahorrar esfuerzos en localizarla. Es aquí en donde vemos imágenes que conocemos ya del cine mexicano, en las que familiares y amigos toman la investigación en sus manos, y recorren calles y campo intentando encontrar un rastro de la persona desaparecida.

La película se vuelve una especie de road trip en el que tía y sobrina se acercan y se confrontan, intentando aplazar un cambio que parece irreversible. Con profunda delicadeza, la cámara nos muestra esos momentos de vinculación entre ambas, que son cómplices tanto en un robo como en el momento en que llega la primera menstruación de Roki.

La sensibilidad de la dirección también se manifiesta en momentos de extrema dureza, en los que opta por dejar fuera de cuadro las imágenes explícitas que pudieran revictimizar o someter al espectador a violencias impactantes. Antes de que sus vidas tomen otros rumbos, Tremblay ofrece a sus personajes un momento de suavidad y resignifica para ellas el powwow, en donde el tradicional baile de madres e hijas da lugar a otro con el que se honran y celebran las vidas de las mujeres desaparecidas.

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